El extraño caso de Dr. Jeckill y Mr. Hyde.
O del cuerpo, la mente y el temor escolar en el libro ilustrado (ver nota al pie)
Por Mónica Weiss
Cuando llegué al mundo editorial hace algunos años, y proveniendo de la arquitectura, me llamó poderosamente la atención que en la producción y posterior promoción del libro infantil -casi siempre ilustrado- existiera una rarísima competecia entre sus dos creadores principales, el ilustrador y el escritor.
Competencia que parecía “ganada de antemano” por el escritor, y cuyo premio consistía en atribuirse la exclusiva autoría del libro.
Mi sorpresa se debía sobre todo a que en la arquitectura, lo que realmente vale es el edificio en sí, o el proyecto terminado en sí, y las palabras sirven o como apoyo técnico, o como “justificación” de la obra en las memorias descriptivas.
Obviamente, en el caso de los estudios de historia de la arquitectura, o en la crítica arquitectónica, la palabra asume un rol más importante, porque se trata de géneros literarios aplicados a una disciplina artística.
Pero incluso esos textos, se apoyan en las obras y en los proyectos en sí, y no en uno sólo de los múltiples lenguajes que conforman esa obra, y muchísimo menos sólo en las palabras de esa obra.
En cambio, en el sorprendente mundo del libro ilustrado argentino, parecía que lo más importante no era el libro en sí, en su totalidad, sino que un aspecto del mismo arrasaba con todo: el texto escrito.
Más que un libro ilustrado, se lo veía como un texto adornado.
* En mi opinión, un libro ilustrado podría definirse como el producto del contrapunto entre el relato visual y el relato escrito.
Pero no siempre se trata de relatos.
En el álbum ilustrado, con sus generosos espacios y su considerable cantidad de hojas para desarrollar
las ilustraciones, el artista suele apelar a una -fragmentada pero efectiva- narrativa visual. En cambio, en los libros ilustrados de bolsillo, cada vez más frecuentes en la producción editorial de nuestro país, al ilustrador se le suele ofrecer por cuento uno o dos espacios más bien pequeños, casi viñetas, generalmente en blanco y negro. En ese caso, el artista abandona el camino narrativo para construír cada imagen como un cuadro: una unidad que se completa en sí misma pues contiene en sí los elementos simbólicos más definitorios de su interpretación del texto que ilustra.
Sin embargo, y retomando el caso de quienes veían al libro ilustrado no como una obra en su totalidad sino como un texto adornado, siempre me pareció que se lo concebía como si las ilustraciones fueran una trampita comercial para enganchar lectores de lo que en realidad importaba: las palabras.
Los editores no parecían sorprenderse por tal cosa, más bien lo daban por hecho. Y cualquier opinión en contra les resultaba -sobre todo- incómoda: los derechos de autor se los llevaba directamente el escritor, quien entonces era el único que figuraba en tapa; las reseñas de las solapas o de los catálogos hablaban sólo de la escritura (aunque estaban pobladísimos de ilustraciones de esos mismos libros).
Hablo en tiempo pasado más por optimismo que por realidad histórica: aún hoy, a pesar de un cambio de actitud muy saludable, si se escarba un poco reaparece con virulencia el fantasma inmanente del libro ilustrado argentino: No hay caso, parece que igual en el fondo se cree que:
El texto es más importante que la imagen.
Yo sigo con mi asombro, porque esos mismos editores, escritores, críticos, difusores, que opinan así, lo hacen de manera muy distinta frente a otros hechos culturales que se emparentan profundamente con el libro ilustrado.
Por ejemplo el cine.
** Digo que se emparentan profundamente porque el cine, la historieta y el libro ilustrado podrían considerarse pertenecientes a un mismo subgrupo artístico caracterizado por la conjunción de varios lenguajes, con preeminencia del literario y el visual.
Y que los diferencia, entre otras cosas, la continuidad del movimiento, la velocidad, y el dominio que sobre la misma ejerce el lector/espectador.
La continuidad del movimiento en el cine es absoluta, en la historieta se desacelera y en el libro ilustrado es claramente fragmentaria.
El libro ilustrado es como una película que -en cuestión visual- se detiene en las escenas más decisivas, y cuyo ritmo de avance también depende del lector.
Bien, a los que defienden de hecho, de palabra, o de costumbre nomás, que el libro ilustrado es básicamente un texto escrito adornado con dibujos, los he escuchado desarrollar interesantísimos comentarios sobre cine, llenos de profundidad, ingenio y pasión.
A esta altura de la soirée, a nadie se le ocurre pensar que una película es un texto adornado con imágenes y musiquita.
¿Pero entonces porqué todavía se concibe así al libro ilustrado?
Se me ocurren unas primeras aproximaciones al tema:
La 1ª es que el libro infantil es totalmente dependiente del mercado escolar. Ésto -como lo explicó magníficamente Ana María Shúa en las 1as. Jornadas sobre Literatura Infantil en la UBA, en el 2002- surge desde el mismo orígen del libro infantil: hace algunos siglos, algún educador francés se dio cuenta que si a un libro de texto se lo complementaba con ilustraciones, el niño aprendía mejor y más rápido.
Luego, a medida que lo infantil alcanzaba categoría de mercado, el libro ilustrado -ya sea el manual de uso escolar, ya sea el libro “de autor”- mantuvo esa característica de origen, tanto por razones de herencia cultural, como por razones comerciales (pues la escuela es el principal cliente de las editoriales de libros infantiles).
Ahora bien, qué culpa tiene la escuela en el hecho de privilegiar lo escrito por sobre lo visual.
Una buena porción de culpa: es que todo pareciera basarse en una ecuación demasiado simple para ser cierta.
La ecuación es así:
Los dibujitos son muy útiles para el jardín de infantes, útiles para que el niño los dibuje y los lea.
Pero una vez que el niño ingresa a la escuela primaria, lo importante es que aprenda a leer y escribir palabras y números.
Y los dibujitos aparecen casi como una distracción a ese eje principal.
Sí, esta ecuación resulta demasiado simple:
Confunde dos instancias del hecho de leer, y elimina posibilidades muy enriquecedoras a nivel didáctico.
La primera instancia es la de la inmediatez:
Si uno abre un libro en cualquier página ilustrada, de entrada es tomado por dos imágenes contrapuestas:
La ilustración, nos invade de manera total. En un solo momento percibimos toda la escena.
El texto, para nada: sólo lo percibimos como hecho gráfico: percibimos la tipografía, el volúmen, etc., pero no tenemos ni idea de lo que dice.
La segunda instancia, la de la lectura, funciona distinto:
A medida que leemos el texto ordenadamente -en nuestro caso de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo- nos van llegando sus palabras, tal cual las escribió el escritor.
Pero cuando nos ponemos a leer la ilustración, sin caminos prefijados, sin ritmo de antemano, cargado de símbolos, de pistas, reteniéndonos en detalles que suplen muchas palabras que al escritor de literatura infantil se le sugiere amablemente que retire del texto pues son “difíciles” o “poco adecuadas” o por razones de extensión, cuando leemos la ilustración las posibilidades de lectura se multiplican.
La escuela, en vez de aprovechar con sus maestros y alumnos esta profundidad intelectual que le permiten las ilustraciones de los libros, teme que las imágenes cercenen no sólo la práctica de la lectura de palabras, sino la imaginación.
Les pregunto:
Si estuvieran en este momento frente a La Gioconda, sumergirse en ese cuadro ¿les disminuiría o aumentaría su capacidad de imaginación?
¿Aprenderían o desaprenderían acerca del Renacimiento, acerca de Italia, acerca del entusiasmo de Leonardo por la recientemente inventada perspectiva y los múltiples planos que iban desde la enigmática sonrisa hasta el último detalle del bosque lejano, de su amor por lo diáfano del óleo y por la transparencia del aceite de lino en su intento de que desapareciera la pincelada que delataba la existencia del pintor en aquella época sin fotografía?
Y así podría seguir por horas, ya que las posibilidades de lectura de una sóla imagen visual, no se completan ni con muchos tomos escritos, todos llenísimos de palabras.
Creo que la escuela debe dejar de temerle a lo visual, debe dejar de regalárselo a la televisión, debe apropiarse de lo visual.
El temor de que las ilustraciones limiten la capacidad de imaginación del lector, se debe a que se confunde la pasiva instancia de la inmediatez, con la activísima y sofisticada instancia de la lectura de la imagen.
Y se me ocurrió otra aproximación al asunto de “porqué se concibe a las ilustraciones menos importantes que al texto escrito”.
Podríamos denominarla:
La lucha entre la mente y el cuerpo
(sí, suena a Dr. Jeckill y Mr. Hyde, y algo de eso hay)
La cosa es que cuando se nos encarga un trabajo de manera tradicional, a los ilustradores se nos alcanzan unas 2 o 3 hojitas, A4, escritas en cuerpo 10 o 12, con un texto ya aprobado por el editor.
Puede ser un cuento, un conjunto de poemas, una serie de adivinanzas.
Se nos aclara si pertenecerá a una colección con formato predeterminado, o si gozamos de la libertad de proponer también el diseño gráfico de ese libro.
También puede existir el caso no tan tradicional, pero cada vez más corriente, del ilustrador y el escritor que conciben el libro al unísono para luego presentarlo ante las editoriales (libros muy interesantes, pues ambos lenguajes se van influyendo desde su misma concepción, evitando muchas redundacias, abriendo nuevas profundidades).
Cuando comienza el trabajo del ilustrador, el cuerpo aparece de mil maneras:
Por un lado, damos forma física al cuerpo de los personajes y a cada elemento del libro; árboles, juguetes, cielos, conjuntos de parientes, habitaciones, vehículos, comidas, calores, vientos, horas del día, estados de ánimo, todo.
También damos cuerpo al “objeto libro”, considerado como una obra que deberá ser no sólo leída por los ojos sino también tomada por las manos, llevada en la mochila y hasta lamida por la lengua del lector (los niños se comen a los libros no sólo en sentido figurado).
Y-exceptuando a los artistas digitales- trabajamos mucho con todo nuestro cuerpo: raspamos, pegamos, esparcimos, borramos, hincamos, golpeamos, lavamos, nos enchastramos con diversos materiales. Todos nuestros sentidos se ponen en funcionamiento.
Ilustrar un libro es una actividad muy sensual, el cuerpo irrumpe siempre en el trabajo del ilustrador.
Hasta cuando nos reunimos en el Foro de Ilustradores, se consolida un espíritu de cuerpo basado en eso: en poner el cuerpo: para cada nueva idea, para cada nueva propuesta, florecen equipos de trabajo muy nutridos, que terminan desencadenando más y más proyectos.
Realmente creo que el trabajo de los ilustradores consiste en
construír y reconstruír cuantas veces sea necesario el cuerpo del libro, como Dres. Frankenstein obstinados en que ese cuerpo finalmente cobre vida.
Ahora, incluso en el (erróneo) caso de que representáramos SÓLO al cuerpo en el libro ¿porqué se nos consideraría menos importantes que quienes lo hicieran SÓLO a la mente?
Creo que es otra culpa que le podemos atribuir a la dependencia a lo escolar:
El niño que mueva su cuerpo en el recreo, o en la acotada clase de educación física. Pero a la hora de aprender, el cuerpo parece que no tuviera contacto con la mente, que -otra vez- se tratara de un mal inevitable, de una distracción a lo realmente importante.
Las ilustraciones vendrían a representar ese escape, ese placer, digámoslo de una buena vez: ese PECADO.
El vicio deseado que se opone al ríspido trabajo, que es leer.
Ahora… qué lugar tan triste se le destina a la lectura de la palabra escrita en este caso…
¿No se está provocando rechazo a lo que se perseguía?
Y -otra vez-: qué extraño resulta viviseccionar al niño así.
¿Acaso entendemos un texto si no nos provoca ninguna imagen, ninguna relación con nuestra experiencia física?
¿Acaso entendemos el mundo físico, una imagen, un cuadro, si no nos provoca palabras?
Cuerpo y mente, no pertenecen a casilleros tan separados después de todo.
Ilustración y escritura, tampoco se corresponden de manera excluyente al cuerpo y a la mente.
Ojalá, la escuela acepte al niño en su integridad, y al libro ilustrado también.
La nueva ubicación que va logrando el ilustrador en el proceso de creación del libro, está provocando una sacudida saludable: se proyecta al libro de manera estructural, como un todo. De manera más justa, y más fresca.
Esta feria trata acerca de viajes y viajeros a bordo de los libros, y entonces les quise presentar
El viaje de los ilustradores
al menos en su segmento más reciente:
el viaje que los está llevando desde un lugar muy mudo y escondido, muy sumiso al servicio de otros lenguajes,
hasta su lugar de artistas, su lugar de co-autores junto al escritor
de esa rareza deliciosa que se llama libro ilustrado.